LOS FORJADORES


Augusto G. Gil Velásquez
el filántropo
Escribe Jorge Chávez Silva

Si no hubiese datos fidedignos se tomaría por quimérica la fortuna que logró don Augusto G. Gil Velásquez vendiendo sombrero y con otros negocios. De darse crédito a algunas viejas supersticiosas su riqueza era producto de un pacto con el Patudo, celebrado en las entrañas del mismísimo Tolón Grande, compromiso que era recordado periódicamente por este siniestro personaje en visitas que le hacía al millonario a altas horas de la noche, cuando irrumpía en su zaguán con nutrido séquito de demoñuelos encapuchados y vestidos de escarlata. Aparecían haciendo retumbar el empedrado de las calles en tinieblas, montados en briosas mulitas que lucían bridas y jaeces de oro. Una de las viejas juraba por todos los santos haberse cruzado con esta infernal comitiva y que tratando de descubrir el rostro de los encapuchados, comprobó aterrada que bajo la capucha sólo había un agujero negro en el que brillaban como carbunclos los ojos malignos de seres que, además, lucían largas colas que se erizaban como serpientes.

Pero, fíese de las consejas y no cruce el puente. La verdad de toda esta riqueza tuvo sustento en el trabajo y sentido comercial al que estuvo encaminado don Augusto desde su infancia por el ejemplo su padre, quien de puro económico perdió un brazo en el trapiche de moler caña en el valle de Llanguat.

Vio las primeras luces nuestro personaje en la hermosa ciudad de Celendín en 1873, fueron sus padres don Pedro Gil y doña Paula Velásquez, celendinos ambos, que le enseñaron que el trabajo y las privaciones eran la base de la riqueza. Con estas lecciones grabadas a fuego, empezó a labrarse una fortuna que le permitió hacerse de muchos bienes raíces entre los que se contaban las haciendas de San Isidro, Yajén y Guayobamba en Chota, además de numeroso solares en Llanguat , terrenos en Celendín y cuantiosos bienes comerciales.  Como gran comerciante que fue, logró monopolizar la producción de máquinas de coser y herramientas de Alemania de donde venían con su nombre.

Fue en vida un tipo de reacciones extravagantes que lo convirtieron en un personaje pintoresco y anecdótico. En una ocasión enjuició a un sujeto sólo por un tronco de eucalipto y al día siguiente era capaz de perdonar una deuda de quince o veinte mil soles. En otra época, estando de paso por Lima, invitó a ocho celendinos a tomar una sopita en un conocido restaurante. Los paisanos asistieron al convite, en el que don Augusto  pidió al mozo una sopita para todos, una vez terminada ésta y creyéndose autorizados pidieron más platos a la carta. A la hora de pagar los dejó mudos de asombro al anunciarles que más allá de la sopita, ellos tendrían que pagar los extras por que él solamente había prometido una sopita. Era muy elegante y austero en el vestir, rígidamente cubierto de negro, llevaba como condecoraciones los retratos de cuatro familiares suyos fallecidos. Una de sus más conocidas extravagancias ocurrió cuando se hizo pintar varios retratos, así como de sus padres, además de estatuas, por el artista cajamarquino Juan del Carmen Villanueva (“Bagate”) a quien alojó y mantuvo a cuerpo de rey en su lujosa casa de la calle del Comercio mientras el pintor realizaba su trabajo. Esos son los retratos de cuerpo entero que están en la Municipalidad y en la Beneficencia y las estatuas desportilladas que provocaban nuestros miedos en las furtivas visitas que hacíamos al hospital.

Tuvo una gran rivalidad comercial en los sombreros con don Sixto Quevedo llevando ambos las prendas hasta al extranjero y ganando fortunas con la calidad manufacturera de la mujer celendina. Sucedió entonces la anécdota ocurrida con el rey Jorge VI de Inglaterra en el Derby de Avon en donde tuvo la audacia de vender Los insuperables “Celendín Hat” a la nobleza inglesa.

Amó a su pueblo como el que más y siempre estuvo al tanto de su progreso. Cuando llegó el momento de que funcionara el colegio secundario “Celendín”, el no dudó en poner su casa a disposición, para donarla finalmente cuando se oficializó su funcionamiento como Colegio Nacional “Javier Prado”. Por ello era el invitado obligado a cuanta actuación sucediera en ese plantel y mucho más cuando  se trataba del aniversario, y obligada también era la fotografía del recuerdo, rodeado de toda la plana docente y donde él aparecía con el hieratismo de su gesto característico: la mano derecha sobre el  corazón y la izquierda extendida en son de dádiva, expresión que traducía, según él, un mensaje: “MI CORAZÓN PARA EL POBRE”

Algunos consejeros comerciales que conocían de su poder económico le hablaron en una oportunidad de que debería ir en busca de otros horizontes más fructíferos, pero él contestaba que su fortuna la había labrado en Celendín y justo era que la gastara allí. Fiel a este principio desheredó a sus hijos y donó sus terrenos al pueblo que lo vio nacer. Fundó el Hospital “Pedro, Paula y Augusto G. Gil Velásquez” y para que se sustentara económicamente obsequió la hacienda de Guayobamba y muchos terrenos más a la Beneficencia Pública. En suma, siempre estuvo presto a apoyar cualquier atisbo de progreso que surgiera en la ciudad.

Don Augusto murió en la ciudad de Lima, octogenario y casi ciego, pues de joven había perdido un ojo. Actualmente su recuerdo está perennizado en una plazuela de Celendín y un barrio que llevan su nombre.


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