CULTURA

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 Mi abuela Rosaura
Por Hugo Pereyra Plasencia
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A juzgar por muchas fotos antiguas, mi abuela celendina Rosaura Sánchez Horna fue en su juventud una mujer distinguida y hermosa. Y también muy especial, y de extraño magnetismo con los animales, al menos si nos atenemos a un viejo recuerdo familiar que conserva mi hermano Carlos (y que a mí se me ha borrado totalmente) que la muestra recibiendo a su azor de garras afiladas en su brazo sin protección, cuando le daba de comer, luego de llamarlo haciendo sonar el cuchillo en una roca.  No obstante,  si no hubiera sido por su eterno vestido de luto, y por una cierta dureza que muy rara vez asomaba en su rostro, yo la recordaría como lo más parecido a la abuela de un cuento, siempre llena de cariño. Es la imagen del retrato que le hizo el fotógrafo Pestana, con su delicado cabello ya esencialmente cano, con una mirada tranquila aunque desbordando fuerte y definida personalidad. Y como a punto de esbozar una sonrisa.
De todos mis abuelos, es de Rosaura de quien tengo menos noticias sobre sus antepasados. Su partida de bautismo, firmada y rubricada por Juan de D. Pereyra, dice lo siguiente: “María Rosaura Sánchez, hija legítima de Wenceslao Sánchez y de Lucía Horna, de raza blanca, bautizada por el párroco Fidel Chávez. Fueron sus padrinos don Tomás Horna y doña Manuela Castañeda, bautizada el 1 de marzo de 1889, de un día de nacida”. No lo dice, pero la fecha tópica debe ser el pueblo de Celendín, en Cajamarca. Mi padre fue el último de sus siete hijos y, consecuentemente, la distancia cronológica entre ella y yo fue siempre grande. Desde temprana edad, yo sabía que el único pariente vivo de mi abuela era su hermano Eleuterio, pianista y músico aficionado y autodidacto quien, seguramente debido a su ancianidad,  casi nunca visitaba a su hermana,  y  a quien por cierto yo jamás conocí.  No hubo tíos o primos Sánchez u Hornas que enriquecieran con sus relatos la historia de esa rama de la familia. Entre los pocos recuerdos que ella transmitió se encuentra el de su matrimonio a los quince años con mi abuelo Emiliano (que entonces tenía diecisiete), que tuvo lugar en 1904. También el de los ataques de hordas de bandoleros sobre Celendín, su pueblo natal de la sierra cajamarquina, que probablemente ella misma presenció cuando era una niña de menos de diez años, a fines del siglo XIX. Y nada más, como si el tiempo se hubiera tragado la memoria de sus ancestros.
 
Su recuerdo está íntimamente asociado a la casa que habitó hasta su muerte, que mi abuelo Emiliano Pereyra Muñoz compró en Lima, en el barrio de Breña, en tiempos del presidente Leguía, cuando se estableció temporalmente en la capital para ser congresista por Cajamarca. (Una vez encontré en uno de los rincones de esa casa, totalmente apolillada, una inmensa fotografía de Augusto B. Leguía, que evidentemente correspondía a los tiempos de la Patria Nueva y de exaltación del gobernante.)  No sé si esté recordando bien, pero creo que mi padre nació precisamente en esa casa, en 1929, a diferencia de sus siete hermanos, que lo hicieron en Cajamarca, donde mi abuelo tenía sus negocios.  
De la casa de Breña recuerdo vivamente su gran puerta de madera de dos hojas, su amplio pasillo de entrada, el altísimo techo y sus bonitos decorados. Y también (no sé por qué la memoria es selectiva) me viene a la mente la copia en color de un cuadro europeo que bien podría haber llevado por título “La Oración del Campesino al Amanecer”, así como una fotografía con marco de madera, en blanco y negro (y discretamente coloreada), de mi decimonónico bisabuelo Juan Pereyra, de vago parecido con mi padre, con su ceño fruncido y con amplísimo mostacho (¿qué será de ese retrato?).  De niño, cuando todavía vivían mis dos abuelos paternos en esa casa tan grande, me llamaba mucho la atención el escritorio de mi abuelo Emiliano, con ventana corrediza, donde, a pesar del paso de los años, veo en mi memoria facturas, proformas, y algo así como el aura ya casi desvanecida de una intensa actividad mercantil.  Aunque yo conocí a mis abuelos en plena era psicodélica y de los astronautas, a fines de los sesentas, se habría podido decir -ahora lo veo con claridad- que el tiempo se había congelado en esa casa en los años treintas, cuarentas o cincuentas, en un tiempo que aparecía mejor y más estable.
Mi abuelo Emiliano era un hombre sumamente serio, notoriamente meticuloso, y (creo) bastante melancólico. Alguien me dijo una vez que no volvió a sonreír de veras desde que su hijo (mi tío) Héctor, el único de los hermanos Pereyra Sánchez que heredó su vocación empresarial, murió en Cajamarca de meningitis  en 1935. Conservo, entre mis papeles, el ejemplar -ya amarillento- de un periódico cajamarquino de la época, en cuyo editorial mi abuelo recuerda a su hijo Héctor, al cumplirse un mes del fallecimiento. Aunque, ciertamente, las horas de gloria de mi abuelo ya habían pasado cuando yo lo traté, no dejo de evocarlo,  en los sesentas, en la fábrica de helados que tenía no lejos de su casa de Breña, donde todo era ruido y actividad (como debió ser en la Revolución Industrial), y donde decenas y decenas de triciclos repartidores se amontonaban en el patio (que infructuosamente, por la excesiva distancia entre asiento y pedales, intentábamos manejar con mi hermano). En el interior de la fábrica, veo a mi abuela Rosaura haciendo, incesantemente, canutos y canutos de monedas, y riéndose cada vez que la mirábamos con ojos curiosos mi hermano y yo.   
Veo también, en el ambiente de esa casa de Breña, las honras fúnebres de mi abuelo, que tuvieron lugar a fines de los sesentas: mi abuela de negro en el centro de la sala con sus hijas Susana, Irene y Consuelo, y con parientes mujeres, también de negro, junto a ella, apretujadas una junto a la otra, como dándose apoyo mutuamente; la última imagen de mi abuelo Emiliano en su féretro rodeado de flores y de cirios ardientes; los impecables cargadores de la funeraria Guimet; hombres con sombrero de ala ancha como en los años cuarenta; un mar de acentos, voces y modismos cajamarquinos. Se me aparece claramente la salida del féretro de la casa de Breña y la llegada al cementerio de La Planicie.
A partir de entonces, hasta su muerte,  en 1978, mi abuela vivió en la casa de Breña en compañía de mi tía Consuelo y de su familia. Los domingos, mi padre, mi hermano y yo la visitábamos por la tarde. De esa época, que coincide en gran parte con mis años de la Secundaria y los primeros de la Universidad, datan los recuerdos más intensos y detallados que guardo de ella: mi abuela abriendo botellas de vidrio de Inca Kola en el comedor de la casa que nos ofrecía con un “¿quieren una soda?” ; mi  abuela y su loro hablador que una vez estuvo a punto de perecer ahogado en la tina que -por alguna razón que a mí me parecía inexplicable- estaba siempre llena de agua; mi abuela y su pequeño mono selvático que se le subía al hombro; mi abuela rezando incesantemente  -no sé por qué siempre en la oscuridad-  echada en su gigantesca cama de impresionante cabecera y pies de bronce, de donde colgaban infinidad de relicarios, medallitas, rosarios, estampitas y hasta un cilicio de penitente, que parecían provenir de un tiempo remoto, incluso anterior a ella. Mi abuela sacando cosas rarísimas de baúles antiquísimos -sobre todo de uno de ellos-  de donde alguna vez salió un fuete de gamonal, una colt americana y una pistola automática belga todavía utilizables, imágenes en bulto de santos probablemente virreinales, una muela fosilizada de mamut encontrada a la vera de un río de Celendín, cadenas de oro, anillos, la primera moneda de la República (un cuartillo de bronce) y godos (monedas de plata) de la época colonial, que alguna vez fueron desenterrados como parte de un tesoro que fue descubierto en la ciudad de Cajamarca. Y también, por cierto, mi abuela agonizando, dando a plenitud sus últimos respiros, en la misma cama gigantesca junto a mi padre sollozando inconsolable.
Pero sin lugar a dudas, y por alguna razón que desconozco, guardo de ella una imagen que se me aparece de modo recurrente, y que se asocia a nuestra partida cada vez que la visitábamos los domingos. Ni bien mi padre arrancaba, mi hermano  y yo nos arrodillábamos en el asiento trasero de nuestro automóvil y la veíamos a través de la ventana: mi abuela, vestida siempre de negro, con sus grandes anteojos de marco metálico, con sus aretes, y con sus hermosos cabellos cenizos recogidos, aparece en la puerta de su casa de Breña, con una sonrisa  y un rostro absolutamente serenos y equilibrados, sin la menor traza de euforia o de tristeza, haciéndonos adiós con su mano derecha.

Nueva York, octubre de 2007

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Hugo Pereyra Plasencia
a19762253@pucp.edu.pe

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