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Con más pena que gloria terminó la Feria Taurina 2006, en honor a la Virgen del Carmen, y decimos esto por los hechos controversiales que mueven al análisis reflexivo y aleccionador que impida cometer los errores del pasado. Fue un espectáculo que, si somos autocríticos, estuvo de regular para abajo, en donde todos los concurrentes dejaron mucho que desear: El comité organizador, los toros, los toreros, el juez de plaza, la plaza, el público, que esta vez no fue tan respetable y, lógicamente, el señor alcalde, a quien dejaremos al final para el puntillazo paralizante. LA COMISION TAURINA; designada a dedo por el alcalde y presidida por el ingeniero Oyarce, careció de la experiencia necesaria para manejar las cosas y en una actitud subalterna y sospechosa, contribuyó con creces a que La Feliciana, nuestra tradicional plaza de toros, sea ridículamente llamada “La plaza más grande del mundo”, nominación que nos debe llenar de vergüenza por lo subliminal que encierra. Por obra y gracia de estos señores, cuya actuación, según rumores no confirmados, sería punible, ahora tenemos 115 sitios en el redondel; 10 más de los 105 que el año pasado, número de por sí excesivo. El pueblo se pregunta por qué, si con similar intervención interesada de Minas Conga, migajas con las que, dígase de paso, no estamos de acuerdo, por considerar que el apoyo de la minera tiene que ser trascendental y participativo, la comisión del año pasado consiguió 18 toros, con los cuales programó tardes de 3 y 4 toros. La actual, sospechosamente vivaz, se “ahorró” la compra de 3 toritos y solamente adquirió 12 para enterar los 15; seguramente suponen que nadie se dio cuenta de este parto de montañas. LOS TOROS, procedentes de las ganaderías de San Simón y de Paiján, aunque bajos de peso y tamaño, respondieron en la medida de sus posibilidades, estuvieron bien presentados y proporcionaron buen juego, salvo el denominado “Trigorruche” que le cupo en suerte a un timorato Roca Rey; que tenía una embestida bronca y desleal provocando el escándalo que sucedió en la tercera tarde. LOS TOREROS. En el balance del desempeño de la cuadrilla, lo más rescatable fue la actuación del diestro español David Gil, quien, pese a no figurar en la estadística de España, demostró que se trata de un profesional honesto y competente, que merecidamente se llevó el Escapulario de la Feria 2006 y se dio hasta el lujo de “hacer” un toro que se iba a menos y casi logra que lo indulten. De los demás queda poco por decir. El francés Swan Soto, que inicialmente no estuvo en el cartel, demostró que sigue estancado en lo mismo que le vimos en ocasiones anteriores. El mejicano Ramírez debió ir a galeras de por vida por haber convertido en una criba a “Explorador”, regalo de la minera ¿Será mal agüero o premonición?, ¿No será eso lo que le sucederá a Celendín cuando empiece la minera? La Virgen nos ampare con su manto. Del peruano Garavito la gente decía que era un simple garabato. El caso que alcanzó ribetes de escándalo fue protagonizado por el diestro, pues ya tomó la alternativa, Fernando Roca Rey, en la lidia de “Trigorruche”, un bronco de embestida descompuesta, con visos de haber sido “probado”. Jamás permitió que el torero se mantuviera quieto durante las verónicas. Al verlo escupirle a la pica, le cogió pánico y ordenó a los subalternos que lo colocaran en suerte para despachar de inmediato al bicho sin conseguir su propósito, lo que motivó la protesta del público. Lo inexplicable fue la reacción del torero, provocando a la tribuna con aires de divo y bravucón; como si fuera un niño díscolo y engreído; es más, debió ir preso, si nos atenemos al reglamento, porque no alcanzó a despachar al animal que tuvo que ser apuntillado por los subalternos. El caso de Roca Rey es demostrativo de lo mal que anda el toreo peruano. EL JUEZ DE PLAZA. Un señor de Apellido Zevallos Díaz, nombrado a última hora; digna persona, no nos caben dudas, pero que a los toros sólo los conoce en cecinas, porque en lo de otorgar apéndices anduvo desacertado; concedió dos orejas innecesarias a Roca Rey por una faena, culminada en un bajonazo innoble, que a lo sumo merecía vuelta al ruedo y negó una merecida a David Gil, motivando que el zumbón pueblo shilico pidiera “las orejas del juez para el matador” No supo manejar los tiempos y se dejó sobrepasar por los diestros en el castigo de varas. LA PLAZA. Definitivamente, Celendín necesita una verdadera PLAZA DE TOROS. Si queremos convertirnos en un destino turístico, debemos aunar a nuestra geografía privilegiada un espectáculo taurino de calidad, que rivalice por lo menos con los de Chota y Cutervo, que en el pasado fueron plazas de menor categoría que la nuestra. Jamás conseguiremos nada si en nombre de la tradición seguimos improvisando o adoptando actitudes demagógicas y electoreras; si seguimos derramando lágrimas de cocodrilo por los “pobres campesinos que quieren mirar gratis la fiesta”, sin entender que con estas actitudes, falsamente paternales, estamos socavando su dignidad. Nuestros campesinos saben ganarse honradamente la vida y cuentan con los recursos y el conocimiento necesario para comprender que un espectáculo, sea de la naturaleza que fuere, tiene un costo, aquí y en cualquier parte del mundo. El ruedo de palos es, además de anacrónico, incómodo, pueblerino y sucio, sino recuérdese las bolsas de plástico flotando por todo el ámbito del redondel, y las cáscaras de fruta "perleando" sobre la arena, circunstancias de por si peligrosas porque puede distraer al toro en un momento crucial de la lidia. La vieja tradición en que las antiguas familias celendinas hacían de su sitio una prolongación de su hogar y degustaban exquisitos potajes y bebidas entre toros no existe más. Ahora sólo existe la ambición desmesurada de algunos avivatos que hacen su negocio valiéndose de testaferros para comprar 10 y hasta 20 sitios y hacer su agosto desde julio. Hoy en día los sitios no están separados por lonas unos de otros como antes, ahora uno es un cualquiera entre el tumulto. Además de todo esto está la certeza de que nunca espectaremos una verdadera Corrida con reses de 500 kg. o más porque su endeblez no lo resistiría. EL PUBLICO. Siempre hemos sido de la idea de que para gustar de un espectáculo, fútbol, ajedrez, golf, tenis, la caza de la zorra o en este caso, los toros, se debe tener un conocimiento mínimo de las reglas y los porqués de cada lance, sino jamás comprenderemos, por ejemplo, en que momento el torero afronta mayor peligro y el por qué de la pica y las banderillas. Hemos sentido vergüenza ajena al ver como disparaban proyectiles sobre el picador a vista y paciencia de los señores policías que estuvieron siempre errados en su actuación. A los que debieron atacar eran al matador y al juez que permitían que cometiera excesos. El picador es un simple subalterno que cumple órdenes de su matador. Bueno, pero, eso vaya y pase, el picador era por lo menos un hombre. Lo que nunca comprenderemos es a aquella gente que amparada en el anonimato de los pisos del redondel, tiró la piedra y escondió la mano arrojando proyectiles contra las beldades que portaban el cartel que anunciaba los toros. Dichas señoritas, además de bellas, lucían vistosos trajes que daban la nota de frescura, sensualidad y color a una fiesta de por sí trágica ¿Dónde quedó la caballerosidad, la hombría y la educación de que tanto nos ufanábamos los shilicos? Perplejos, hemos cavilado acerca de que tipo de gentes serán los que cometen acciones de tanta vileza y cobardía; ¿serán los galanes despechados?, ¿algún chalado pasado de copas?, ¿una que otra envidiosa… o quizás los de la tercera opción? Todo cabe en lo posible si lo contemplamos desde el punto de vista de una mente enferma. Y aquí el puntillazo final, paralizante, para el señor alcalde que estuvo errado en todo: en el nombramiento de la comisión, en sus afanes figurativos que se notan en los pomposos programas en los que, muy a lo Fujimori, hace gala de obras faraónicas que pretenden en todo caso, maquillar a una ciudad que se debate en una crisis de identidad y personalidad. Alguien dijo acertadamente a propósito de orejas que nuestro alcalde merecía “dos por las orejas” Si no mejoramos en estos aspectos estamos condenando a lo más tradicional, junto con el carnaval, de nuestras tradiciones a la muerte, lenta, pero inexorable. Ello nos obliga a concordar con nuestro amigo Mario Peláez Pérez en que la feria de Celendín es un espectáculo huachafo y deprimente. Salvo mejor parecer. |
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