PUEBLO Y CULTURA


Elva del Carpio Merino,
acuarelas para el pueblo
Escribe Jorge A. Chávez Silva

Muchas de las costumbres en el pueblo permanecen en la memoria colectiva desde los tiempos de la colonia; persisten como las fotos en sepia del viejo álbum familiar y eso es justamente lo que hace único a Celendín, a despecho de aquellos que quisieran que esas costumbres se olviden por considerarlas pasadistas. Hace pocos años, en uno de mis tantos retornos a la querencia, pasaba frente a una vieja casona y observé en el dintel de la puerta el típico farolito fúnebre, envuelto en mantilla negra que anunciaba que alguien de la casa había fallecido.

Maravillado de que el pueblo insista en perpetuarse, por lo menos en sus costumbres, lo comenté con mi madre al llegar a casa:

-Mamá, que bueno que las costumbres del pueblo persistan.

-Por qué, que has visto, hijo?

-Un farolito fúnebre en la puerta de una casa y adentro los dolientes que asisten al velorio.

-¿Dónde, hijito?

-En una casa de la segunda cuadra del Comercio.

-¡Ay! -se afligió mi madre- Segurito que ya se ha muerto tu tía Meshe, muy malita estaba ya la pobre, cámbiate, hijito, que vamos al velorio, hay que dejarle una nota a tu hermano para que nos siga.

Esa fue la oportunidad, al cabo de tantos años, que tuve la ocasión de ver a la poetisa Elva del Carpio Merino, que, dolida por la muerte de su madre, recibía las condolencias de las personas que asistían al velorio. Observé la unción con que se le acercaban y vislumbré en ese gesto la dimensión del iluminado, de ese genio que se muestra por alguna hendidura de la personalidad y que le da ese toque de magnetismo a las personas.

Bajo el signo de géminis nació en 1938 en la bella ciudad de Celendín y desde estudiante se distinguió por su amor a la lírica inspirada en el bello paisaje y en el candor de las gentes de la tierra, cuya sencillez trasunta con ritmos dramáticos en sus poemas.

Profesora de vocación, egresó de la Escuela Normal de la Universidad Católica de Lima y, como buena celendina, pensó con acierto que su presencia era necesaria en su pueblo natal. Fue directora del Jardín de la Infancia Nº 72 por muchos años iniciando el quehacer estudiantil de muchas generaciones que siempre la recuerdan con cariño.¿Quién no recuerda con amor a la primera mano que nos enseña el camino? Dedicada por entero a su magisterio y a la poesía, es una de las pocas personas de renombre que permanecen arraigadas a la tierra, siempre dándonos testimonio del quehacer telúrico de las gentes de Celendín, con su eterno ganarse el pan de modo tan genuino y laborioso, cuyo drama merece la inspiración de nuestra querida poetisa.

Insertamos a continuación uno de sus más inspirados poemas en el que se nota ese aire festivo de los acontecimientos celendinos:

BROCHAZO PUEBLERINO

Pasado mañana empieza
la gran corrida de toros
y empieza por el vestido
y qué se pondrán los chicos?
Pa’ la chinita dos trajes
floreaditos de percal.
-y en nuestro cholo no piensas?
-como? si ya lui pensau
-le pondremos su casaca
y nuevito su overol.
Llega mañana don Pepe-
Él zapatos traerá y si no
los que tienen se pondrán.

 Vamos ya, que se hace tarde
ya pasaron el cartel
la cuadrilla apura el paso
tras la “banda” musical.
Mamá, la abuela y los niños
camino a La Feliciana,
por senderos polvorientos
llegan al coso a buscar
un sitio entre la barrera
para los toros mirar.

Sale el toro llanguatino
con décimas retadoras,
con chancacas y naranjas
y con “moña” de colores.
Si el toro es bravo lo juegan
Linares y su cuadrilla
mas, si es manso lo indultan
de Aniceto las lazadas.

Cae la tarde, y la gente
¡a regresar a sus casas!
Con tamales y naranjas
recuerdos de aquella tarde.
Nuestros niños ¿qué decir?
por saborear los mangos
olvidaron quien toreó
y el toro cómo murió.
Esto es una narración
de una parte del festín
ya que hubieron realidades
más de lujo y de postín


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