LOS INOLVIDABLES


Alfonso Chávez, "Alfonsí"
Escribe Jorge Chávez Silva

Regresé a mi pueblo al cabo de doce años de estar ejerciendo el magisterio y otros oficios en diversos lugares de la república. Al recorrer sus rincones añorados, comprobé, dolorosamente, que había cambiado, como todo en la vida. Era el doble de lo que fue y estaba más cosmopolita e impersonal. Ya no era tan doméstico y familiar, donde todos éramos parientes, o nos conocíamos. Rostros y actitudes desconocidos me salían al paso, haciéndome sentir como un extraño en mi propia tierra. Muchos de los personajes que conocí ya no estaban y sentí que con su partida se había ido algo de la identidad y fisonomía del pueblo.

Avancé por la plaza de armas, gozando de la sombra y el perfume de los pinos centenarios y de los tozudos geranios, y noté que hasta la fuente geométrica ya no era la misma, manos profanas la habían desfigurado... De pronto, lo vi..., sentado en una de las bancas, sobándose los pies adoloridos y ulcerados por las niguas... ¡Sí!, allí estaba, era el mismo, un poco más viejo, pero tal cual lo recordaba, el icono de mis miedos infantiles, capaz de producirme paroxismos de terror cercanos a la histeria. Viéndole así, sentado, en su desdichada miseria, no me inspiró temor, sino lástima y una especie de cariño protector, como si intuyera en él al espíritu de nuestro pueblo, como si la necesidad física de su presencia, me moviera a conservarlo, como si presintiera que su partida iniciaría la destrucción del Celendín de mi nostalgia.

Parecía una criatura desvalida, ansiosa de comprensión y ayuda. me senté a su lado y le dije:

-¡Hola, Alfonsito! ¿Cómo estás?, ¿cómo te ha ido?

Al volverse, su gesto se había vuelto tan agresivo y hosco como el que yo recordaba; esto me hizo comprender que su gesto de ferocidad no era más que una careta defensiva, una bravuconada que pretendía amedrentar a lo que suponía una eterna agresión de los habitantes del pueblo.

-¡Que quié, so mié, concha tumá!- me espetó con su voz entrecortada y trepidante, con esa forma tan suya de suprimir las últimas sílabas.

Era inasible; por más que intenté retenerlo unos instantes, se alejó con el andar característico de sus piernas marcadamente cortas y sus pies nigüentos, con su eterna camiseta cribada, sus pantalones remangados casi hasta las rodillas, varias sogas envolviéndole el torso y su tira jebe a la bandolera. Se volvió un instante a mirarme furioso, con su rostro cetrino, casi rojo, su barba descuidada y entrecana, sus ojos azul intenso, enrojecidos y plenos de legañas. Escupiendo al suelo, me gritó amenazante.

-¡Ándate a la mié, puga vé...!

Me quedé contemplándolo hasta que se perdió por una esquina y sonreí complacido por una íntima satisfacción: ¡Por lo menos él no había cambiado!

La gente afirmaba, supersticiosamente, que el legañoso era producto indeseado de un amor oscuro, innombrable. Abandonado a su suerte desde su niñez, se dedicó a lo único que podía aspirar: a cargar los bultos de los viajeros que diariamente llegaban a la ciudad. Hizo un monopolio de esta labor, no permitiendo que ningún mozalbete le disputara el mercado. Los botaba a gritos, amenazándolos con su soga y llenándolos de improperios. Era el dueño de la carga y tomaba posesión de ella desde la Feliciana donde esperaba al ómnibus, para llegar colgado en las escaleras traseras, repeliendo como sea a las jaurías de chiquillos y de perros que lo seguían con gran bullicio, hasta llegar a la agencia en donde se apoderaba de las maletas al grito de:

-¡Señor, señor, lo llevo su malé...!

Ese era su quehacer en gran parte del día. Cuando terminaba, era común verlo tomando el sol en el pretil de alguna esquina, o peleando con los muchachos que lo aplaudían y le insultaban a causa de sus ojos legañosos:

-¡Ajá, el Lagañosí, ojos de pomo gomé...!

-¡Ajá, el Lagañosí, patas de pan shimbao...!

Entonces se iniciaba una frenética persecución por las calles del pueblo, al ritmo de gritos, pedradas y amenazas, hasta que algún arrojado se atrevía a hacerle frente con un imperdible en la mano, entonces la persecución continuaba en sentido inverso: el legañoso era ahora el perseguido.

Los infantes de entonces le teníamos un miedo cerval. Bastaba que mamá me dijera: -Si no te vas a dormir lo llamo al legañoso para que te lleve.- para que me sepulte entre una montaña de frazadas, temblando como un poseso, suplicando que no lo traigan.

Lo irritaban hasta el delirio los aplausos, desde la vez que unos invencioneros organizaron una maratón Sucre-Celendín. Como los corredores demoraban en aparecer por la primera curva y el público, aburrido, se iba a sus casas, se les ocurrió, vía el ofrecimiento de un mate lleno de monedas, disfrazar al legañoso de maratonista y hacerlo aparecer como el primero de los corredores. La gente se arremolinó en las calles y siguió la marcha triunfal del legañoso hasta la meta que estaba frente a la cantina de don Dámaso Carrión, la que traspuso en medio de los aplausos de la muchedumbre. El legañoso buscó a los que tenían que pagarle y no los encontró, desde entonces se formó en su cerebro la idea de que los aplausos eran una cruel burla contra él.

Avaro como un duende, atesoraba el dinero que ganaba y por las noches, en la soledad de su cuarto, se solazaba contándolos y escuchando embelesado su musical tintineo. Mucho se hablaba de que poseía una fortuna, labrada a fuerza de cargar maletas, pero, al parecer, nadie estaba en lo cierto, porque murió en la miseria.

Algunas gentes decían que era casto y puro desde que nació, que jamás mujer alguna salió de su debajo; para otros era un sátiro crapuloso y hasta hablaban de cierta morena que, a cambio de sus favores, le sonsacaba todo lo ganado. Se lo hacían oír, en tono de burla, exagerando su manera de hablar:

-¡Anoche lo vi al Alfonsí, Lagañosí, con la ... culo né...!

Sea como fuere, lo cierto es que, pese a sus limitaciones, fue un hombre digno, trabajador, que se ganó el sustento con el sudor de su frente, sin cometer la bajeza de mendigar, ni la picardía de robar.

Hoy, que se ha ido, llevándose parte del patrimonio espiritual de nuestro pueblo, toman sentido las palabras que una vez me dijera Moisés Chávez:

-En cualquier lugar del mundo que nos encontremos dos celendinos, no se hablará de ninguna persona más que del legañoso, del “Rafa caray caray”, del “Ingeniero Foro”, del “Tobish”, del “Moto”, del “Cungash”, del mudo “Miguelino”, del mudo de los Tirado, del “Chilca Conga”, del enano de Caguaypampa, del “Coche Carmelo”, de la Fermina borracha, de “Doña Tutana” o de cualquier otro loco o loca por el estilo, porque esos personajes encarnan el alma de los pueblos y son los únicos que valen para la memoria colectiva.

Sólo nos consuela la certeza de que esos personajes insignes, extravagantes e incomprendidos que tienen los pequeños pueblos, son como las flores y los frutos del campo, uno los corta y al día siguiente aparecen otros que salpicarán de gracia, sabor y enjundia el monótono transcurrir de la existencia y así, la vid íntima, telúrica, de nuestros pueblos continuará por esos conocidos cauces que nos llenan de nostalgia.

Escrito en Lima, en marzo del 2003.


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