Celendín se ha
desarrollado casi
milagrosamente, a través
de su historia, en medio,
o al margen, de un país
que por siglos, con su
centralismo implacable,
marcó con el fuego del
subdesarrollo a sus
pueblos y provincias del
interior. Salvo en
determinados momentos de
relativa bonanza, como en
la época de la Fiebre del
Caucho, Celendín fue
siempre una comarca
básicamente pobre, que
nunca pudo escapar a este
destino, y esto incluso
en los días felices en
que la ciudad se
convirtió en nexo con los
pueblos del oriente y
vivió su "época
caballar", como dice el
doctor Manuel Pita Díaz,
cuando en sus campos
ondeaba el alfalfa y en
sus calles y corrales
campeaban las recuas de
acémilas que
transportaban la carga
más allá del Marañón, y
viceversa, en caravanas
que significaban de algún
modo trabajo para
todos.
Este fracaso lo
demuestra claramente la
persistencia de la
industria laboriosa y
casera del tejido de
sombrero, que fue para
muchas familias
campesinas y populares, a
lo largo del siglo
pasado, y hasta ahora, la
solución, siempre
precaria, del problema
urgente, cotidiano y
básico de la
alimentación. Esta
actividad, que sigue
poniendo en evidencia la
capacidad de trabajo de
toda una población, es,
más que ninguna otra, la
demostración de la
inquebrantable voluntad y
capacidad de sacrificio
de la mujer pobre
celendina, cuyo esfuerzo
sólo ha servido,
lamentablemente, al
enriquecimiento de los
negociantes que lucraron,
y lucran, con su sudor,
salud y esperanzas.
Cómo, a través de
estás décadas, no hemos
podido crear las
estructuras que permitan
un pago más justo por ese
esfuerzo y una
comercialización más
creativa del bello
producto, es algo casi
inexplicable. El sombrero
fino de paja toquilla,
producido en Ecuador, se
vende ahora en todo el
mundo y es signo de
elegancia en los
balnearios más
prestigiados de Europa.
¿Cómo hacer para que el
sombrero celendino siga
la misma ruta? ¿Hay que
crear cooperativas?
¿Atraer turistas?
¿Estudiar nuevos diseños
y modelos? ¿Dar cursos de
importación y exportación
a nuestras mujeres? Estos
y otros problemas están
pendientes de
solución.
¿Por qué no hemos
podido enfrentar estos
retos? Problemas diversos
-educacionales,
políticos, pero sobre
todo económicos-
determinaron, en el
último tercio del siglo
XX, un clarísimo fenómeno
de éxodo de las familias
celendinas en busca de
otros horizontes. Ese
hecho, creemos, ha
contribuido a una
disipación de la energía
que hubiera podido hallar
soluciones. El mismo
también implicó una
cambio en la personalidad
del pueblo celendino:
ausentes los actores, las
costumbres cambiaron y
las tradiciones se
perdieron. He aquì una de
las tareas de esta
página: el rescate de la
personalidad e identidad
celendinas y sus
expresiones sui
géneris, para a
través de ello buscar las
respuestas y soluciones
que necesita una
colectividad por ahora
detenida en su vuelo
hacia el destino que
merece.
Esta inercia se la
puede observar en
distintas esferas de la
vida celendina, pero la
que más salta a la vista
es la falta de
industrias. Inclusive de
las que no exigen
fábricas ni chimeneas
como es la del turismo.
En este ámbito, hay
condiciones. Hay una
actividad económica en la
provincia, un comercio
casi inexplicable, una
oferta y una demanda,
pero nuestra sociedad
está dormida y hay que
despertarla a una
actividad digna de este
tiempo. Un medio para
ello es mostrarle a los
celendinos de hoy lo que
ha sido el Celendín de
los ancestros. La vuelta
al espíritu del pueblo, a
la cultura y al trabajo,
deben canalizarse a
través de la crítica y el
conocimiento
ejemplarizador de los
personajes y hechos más
característicos del
pasado Celendín. Y esto
no como un estertor de
nostalgia, sino como una
necesidad imperiosa de
rescatar lo nuestro, para
allí tomar fuerzas y
seguir. La huella de
nuestros mayores, forjada
a base de esfuerzo y
privaciones no se puede
tirar por la borda;
es un patrimonio del
pueblo que es nuestro
deber preservar. Allí
está, además, la clave de
nuestro futuro.
Celendín debe seguir
siendo, como lo ha sido
mal que bien hasta ahora,
una marca de origen y de
calidad para nuestros
productos, y una
referencia intelectual y
ética de la que se deberá
hablar siempre con
respeto, como lo amerita
la ascendencia y cultura
de los que fundaron la
población, diferente a
todas las demás,
circunstancia en la que
radicó el viejo orgullo
de sus habitantes,
patentizado en
expresiones felices como
la del general Merino
Collantes, quien muy
ufano contestaba a
quienes inquirían por su
lugar de origen:
“Soy de la hermosa
aldea de Celendín, nervio
y cerebro de
Cajamarca”, o la
explosión jovial, plena
de identidad, con la que
don Augusto G. Gil,
pregonando en la
Inglaterra victoriana la
calidad insuperable del
“Celendin
hat”.
Mucho son los temas
que deben ser tratados y
debatidos para hallar
soluciones. Uno de ellos
es, sin duda, el de la
mina de Conga, que
actualmente es materia de
una discusión en la
provincia, lo que se
entiende perfectamente en
el mundo de hoy, en que
los pueblos no sólo
tienen que defender sus
legítimos intereses
económicos sino también
el medio ambiente y la
calidad de vida de las
futuras generaciones.
Esto no quiere decir que
se cierre completamente
la posibilidad de
explotación de esos
yacimientos, sino que la
circunstancia nos obliga
una vez más a ser
creativos en la búsqueda
de soluciones. Nuestra
colectividad debe
intentar una negociación
responsable (e
intransigente, si se
quiere) para obtener un
retorno de riqueza justo
y equitativo a la zona y
a la colectividad. Esto
con condiciones. El daño
ecológico posible debe
ser evaluado y
neutralizado. Esto es
básico. Es lo que
ocurriría en cualquier
otro lugar del mundo. No
podemos oponernos
eternamente a la
explotación minera pero
frente a ella podemos, y
debemos, imponer nuestras
reglas. Y debemos hacerlo
para que lo que
consigamos sirva de
ejemplo a todo el resto
del país.
Otros muchos asuntos
están o deberían estar en
nuestra agenda de
reflexión colectiva. Esta
sección quiere ser el
foro en que los
debatiremos uno a uno.
Está la destrucción de la
fisonomía urbana de
Celendín, de su
arquitectura tradicional,
que hicieron el encanto
de sus calles y la
armonía de su aspecto
global, el que hacía
justicia a su nombre
fundador, que incluía la
frase “la bella
villa”. Y está el
caso del tristemente
famoso "hueco" de San
Isidro, que sigue sin
preocupar en lo más
mínimo a las autoridades
del pueblo, que más bien
dilapidan el dinero
público en la
construcción de un
“mirador”
innecesario en nuestra
colina tutelar.
Innecesario porque San
Isidro era ya de por sí
un bello mirador natural
y porque, además de afear
el ambiente, en el
elemento agregado se
están gastado fondos que
bien podrían haber
servido para solucionar
otros problemas.
La destrucción de la
ciudad y el foso de San
Isidro no sólo es un daño
físico sino también una
imagen, un símbolo de lo
que las malas autoridades
pueden hacerle a un
pueblo que se deja hacer,
y es algo que revela que,
por un largo momento, la
población perdió la
capacidad de juzgar los
actos de sus responsables
y líderes, de rebelarse
ante su facilismo y
mediocridad.
En este marco, algunos
celendino se están dejado
encandilar por el
espejismo de una falsa
modernidad y están
reemplazando las hermosas
casas a la española, de
uno o dos pisos, con
balcones, pintadas de
blanco y coronadas de
tejas rojas, por remedos
de chalet costeños, de
tres y cuatro pisos,
hechos de cemento y
adornado de azoteas y
calaminas. No estamos
pregonando el retorno al
tiempo de las calles
empedradas y las
acequias, que eran focos
malolientes de infección,
pero creemos que el
espíritu y el aspecto de
un pueblo, y sobre todo
de un pueblo como
Celendín, debe ser
respetado. La falta de
visión y de consideración
por nosotros mismos, por
lo que representa nuestra
ciudad en la constitución
de nuestro ser y de
nuestra identidad, es lo
que nos ha llevado a que
campee la huachafería
pretenciosa y la realidad
insultante del infame
hueco.
Nos preguntamos qué ha
impedido que las
autoridades tomen medidas
para detener la
construcción de algunos
edificios que son
verdaderos horrores
arquitectónicos, con sus
pisos
“volados” que
avanzan hasta media calle
y sus colores chillones,
horrores cuya
construcción en cemento
exigía, por supuesto,
arena, lo que fatalmente
ha llevado a agrandar y
ahondar el "hueco"
abierto en nuestra colina
tutelar. Hoy estamos ante
el daño consumado. La
ciudad está deformada y
San Isidro está herido.
¿Hasta cuando? Hasta que
surja un alcalde, un
fiscal, una autoridad que
impida y castigue estos
desmanes y los enmiende.
Mientras no se solucionen
tan graves errores, nos
quedaremos con la
amargura de que nuestro
bello Celendín, la tan
cantada perla del
Marañón, es aún una
hermosísima doncella,
pero ya con el rostro
picado por la uta. Los
niños que, generación
tras generación,
recorrieron y jugaron en
sus calles armoniosas y
rectas, y elevaron sus
cometas desde la
encantadora colina, no se
merecían el agravio, el
insulto, el despojo de
identidad, que es lo que
se está haciendo contra
nuestro pueblo, y que
tendrá lamentables y
duraderas
consecuencias.
Pero no nos
desalentemos, soluciones
debe haber. Desde aquí,
desde
Celendín,
Pueblo
Mágico,
invocamos a los
ingeniosos celendinos del
pueblo, y de cualquier
lugar del mundo, a que
sugieran soluciones para
enfrentar el peligro
inminente de expoliación
y contaminación que
significaría una
explotación minera
indiscriminada, para
desarrollar el turismo
hacia nuestra ciudad,
para mejorar la
infraestructura
educativa, para remediar
los crímenes
arquitectónicos ya
perpetrados y para colmar
el "hueco" de la
vergüenza en San Isidro.
En suma, para participar
en la solución de todos
los problemas que nos
afectan en tanto que
seres que nacimos en ese
lugar bello y mítico, en
esa comarca pobre pero
privilegiada por mil
razones llamada
Celendín.