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Un gallo en corral
ajeno
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Escribe Jorge Novoa Abanto |
Siempre creí que el canto del gallo era universal. En mis amaneceres de insomnio escuchaba al gallo del vecino Anastasio, que era madrugador, y al coro de los otros que le contestaban, algunos empequeñecidos por la lejanía, pero nunca pude advertir alguna inflexión que los diferenciara de los demás. Para mí el canto del gallo era como el de otras aves, como los guanchacos que son iguales, con el pecho rojo y la misma tonada, o como el de las chicharras con el mismo chillido en el amanecer. Después supe en carne propia que el canto del gallo era como el comportamiento de los novillos cuando salen al redondel: único e impredecible, o como la manera de gatear de un bebé; unos lo hacen de costado otros para atrás, otros a cuatro patas, en fin. Eran los días felices de nuestra juventud, íbamos a ingresar al quinto de secundaria y estábamos felices de ser ese año promoción. Acontecimiento único en la vida que bien merecía una celebración. Cada integrante de los de la collera se asignó una tarea: el “Dushca” proporcionaría el local, otro la música, otro traería las sillas, otro se encargaría de invitar a las chicas, sin cuyo concurso la fiesta no tendría sentido y los cuatro que quedábamos, el “Zotroco”, el “Chomina”, el “Chasqui”, y yo, ofrecimos traer las pastranas, vulgo gallinas, para la cena. -Negro, un párcero me ha pasado la voz donde hay un corral lleno de pastranas ñme dijo, seguro, el Zotroco cuando nos íbamos. La circunstancia de hurtar gallinas de los corrales ajenos era un deporte popular, una travesura juvenil que no entrañaba delito y más bien se podía considerar como pecado venial, a nadie que incurra en ello podrían meterlo en chirona. En el peor de los casos con devolver el valor de lo hurtado bastaba. Esa noche, hasta la luna, cómplice, se hizo día para alumbrar nuestra incursión en el corral de una casa cercana al malecón. Ingresamos sigilosamente, las gallinas dormían en su parachaca, el Chasqui, Chomina y yo cogimos sendas gallinas y el Zotroco, impulsivo como era, el bulto que más sobresalía y sin que nos ladre un perro huimos del lugar. A salvo en un descampado, comprobamos que nuestra cosecha había sido fructífera: tres gallinas y un hermoso gallo -Con esto estamos sobrados, negro ñdijo feliz Chomina- tenemos para darnos un banquete. El problema es dónde las guardamos hasta el sábado que va a ser la fiesta. -Si quieren las llevamos al Cumbe, a la casa que estoy cuidando. Allí no hay nadie y sólo yo tengo la llave- sugerí. -Bestial, allí las guardaremos y les llevaremos su maicito para que no bajen de peso hasta el sábado. Fuimos al lugar y allí las dejamos amarradas a las sillas que usábamos en las interminables partidas de casino en que nos entreteníamos en el silencio de la casa. Calabaza, calabaza, nos despedimos felices sin sospechar que a partir de aquel día nuestras existencias cambiarían y ya no seríamos los mismos. La mañana se tiño de chamusquina cuando a las once, llegó el Chasqui con cara de haber visto a un fantasma a despertarme. -Nos jodimos, negro, ya saben lo del robo, todo por culpa del maldito gallo que trajo el Zotroco. -Cálmate, compadre ñle dije sacudiéndolo de los hombros- tranquilízate y cuéntame que ha pasado. -Resulta que, como de costumbre, don Ramón Villegas, iba a su chacra del Cumbe a traer alfalfa y al pasar por la esquina de tu casa ha escuchado cantar al gallo y lo ha reconocido como el de su yerno, el sargento Ceballos. -¿Y cómo saben que se trata del mismo gallo?- retruqué-, puede tratarse de cualquier otro. -¿De dónde íbamos a saber que el tal gallo es de pelea y ya lleva más de veinte ganadas y como producto de tales luchas no canta como los otros animales, sino que emite un sonido ronco como de flauta quebrada, lo que lo hace inconfundible. Su dueño, el sargento Ceballos es un fanático de las peleas y se tira todo su sueldo en apuestas. Estamos jodidos, negro. Ante tal evidencia palidecí, y la imagen de mi tía abuela, que me había criado como una severa madre, se me apareció amenazante, como un torbellino de furia. -Ahora si estoy frito- dije para mis adentros-, mínimo me echa de casa. Había que encontrar una solución rápida. Teníamos que pasar la voz a los demás para que eviten concurrir a la casa donde pernoctaban las pastranas. Por la noche las sacaríamos de algún modo y devolverlas si fuera posible. Evidentemente no conocíamos el mundo. El sargento había dispuesto vigías apostados en las inmediaciones, disfrazados de campesinos para cogernos con las manos en la masa. Por la noche nos reunimos los cuatro saqueadores para tomar una decisión, las cosas se había puesto color de hormiga. Durante la tarde había ido el sargento a la casa del Chasqui y éste, de miedo, había confesado. Después, arrepentido de su cobardía, vino a contárnoslo. -Tenemos que devolver el gallo- suplicó en tono lastimero-, si no lo hacemos mi padre me bota de la casa. -No importa, ya está hecho, tenemos que jugarnos el todo por el todo. Revisemos los hechos. Saben que se ha perdido su gallo y suponen que está en la casa, pero nadie lo ha visto. Si logramos sacar los animales y huimos, todo no habrá sido sino meras conjeturas. Y tú, cojudazo ñreproché al Chasqui ñ tienes que desmentir lo que has dicho. El pobre bajó la cabeza, arrepentido, y asintió. Decididos, nos dirigimos al Cumbe, y en menos de lo que canta un gallo entramos a la casa, metimos las aves en una caja de cerveza que encontramos por allí y mientras cerraba con llave la puerta, Chomina y Zotroco corrieron como almas que lleva el diablo rumbo a la quebrada que discurría tras de la casa y por uno de los puentes resultaron en el centro de la ciudad Nuestra incursión sorpresiva había tomado desprevenidos a los vigías que no atinaron a perseguirnos. Los habíamos burlado en toda línea. ¿Qué hacer con las pastranas y el gallo? Tal como estaban las cosas era imposible devolverlas al lugar de donde las habíamos sacado. Soltarlos era una mariconada ignominiosa. Decidimos llevarlos al propietario de uno de los billares, especialista en estos menesteres y aceptó no solo guardarlos sino prepararlos para la fiesta. Felices por la solución fuimos al cine y luego a dormir tranquilos, pensando que al no tener pruebas no podrían acusarnos de nada. Nos conjuramos a guardar el secreto hasta la muerte. Llegado el día de la fiesta, nos divertimos en grande, bailando y comiendo como ricos. Al término de la fiesta y cuando nos dirigíamos a casa, nos dimos cuenta que alguien nos seguía. -No volteen, ni pierdan la compostura, pero parece que vienen por nosotros, actúen con naturalidad-, pensé que lo decía con aplomo, pero mi voz se iba quebrando. Volteamos en una esquina y los que nos seguían tomaron otro rumbo. Había sido una falsa alarma. -Lo que pasa es que estamos con el complejo de culpa- dije para tranquilizar a mis compañeros, pero yo mismo estaba caminando en ascuas. * Pocos días después se iniciaron las clases y estábamos orgullosos de ser promoción. Un mediodía al salir de clases, las cosas se precipitaron. Estaba por sentarme a la mesa a almorzar y mi tía madre, me dijo desde la cocina: -Allí te han traído un papel de la comisaría. Debes presentarte a las cinco de la tarde ¿En qué líos andas metido? El apetito se me fue como por ensalmo, pese al hambre que traía. -No sé- respondí aparentando tranquilidad-, yo no he hecho nada, a lo mejor es para eso de la inscripción militar. * A la hora fatídica y con un nudo por corazón en el pecho enrumbé a la cómica. Iba esperanzado en mi amistad con algunos policías, algunos de los cuales inclusive eran familiares. En el trayecto me encontré con el “Flaco” More, ignorante de todos los sucesos. El flaco al verme en este trance y demostrando lealtad, me dijo: -Vamos, no más, no tengas miedo, yo te acompaño. El Flaco no lo sabía, pero esa decisión fue la más fatal que tomó en su vida. El guardia de servicio era amigo, pero en ese trance parecía no conocernos: -¿Has traído la citación? ñdijo con tono autoritario. Le alcancé el papelito. -Muy bien, jovencito, quedas detenido por robo de gallinas ñluego, dirigiéndose al flaco, preguntó ¿Y tú quién eres? Sacando pecho y fingiendo una voz grave de adulto, contestó: -Me llamo Francisco More. El guardia revisó el cuaderno de ocurrencias e indicó con voz cavernosa: -¡Tú también te quedas! Pálido como una cera, el flaco quiso protestar, pero no le permitieron hablar. * Nos ubicaron en ambientes separados y pronto supimos que los demás estaban detenidos, entre ellos el “Dushca”, por haberse realizado la fiesta en su casa, y ya habían prestado declaraciones. Al anochecer nos alcanzaron las frazadas y portaviandas que trajeron los familiares de mis amigos. A mi no me trajeron nada y en el fondo de mi corazón agradecí que sucediera así. Esa noche compadecí a los que sufrían prisión en las cárceles del país. Los gendarmes parecían enemigos. Al parecer ninguno de nuestros compañeros echó a los demás y la presunción de que estuvieran cometiendo abuso de autoridad les quitaba el sueño, especialmente el teniente y un larguirucho oficial de la PIP, que de puros celos se nos había prendido al flaco y a mí, pues su enamorada, una estupenda chachapoyana, nos hacía ojitos, y en asuntos de amor no éramos mancos, ni correlones. Por la mañana empezaron las actividades cotidianas en la comisaría, la gente que entraba y salía por alguna gestión nos angustiaba. Nos refugiamos en un rincón para que no nos vieran. -Sáquenlos al patio para que se soleen ñordenó el teniente. A la sazón se había creado la Escuela Superior para Secundaria, en el seno de la Escuela Normal Mixta, que luego de oficializada pasó a llamarse “Instituto Pedagógico Regional de Celendín”. Muchos jóvenes que postulaban a la flamante institución concurrieron a la comisaría a solicitar certificado de antecedentes policiales, entre ellas algunas hermanas de los detenidos y otras que eran amigas nuestras. Al advertir nuestra presencia se acercaban curiosas: -¿Y ustedes, qué hacen aquí? ñpreguntó una bella postulante que había participado en la fiesta. -Aquí, visitando al leoncito ñ fue mi sarcástica respuesta. Me refería a un cachorro de puma que había traído el guardia Chimbombo, un tenaz policía que perseguía a los sembradores de amapola, la adormidera de la que se extrae el opio, una droga de moda por entonces. Así disimulamos un poco nuestra vergüenza… * A las 11 llegó a la comisaría mi tío y apoderado que se desempeñaba como secretario de la Subprefectura provincial. -A ver, hijo, ¿En qué lío se han metido? -Nada, tío. Nos echan culpa del robo de unas gallinas y un gallo que se le ha perdido al sargento Ceballos. Como el Tira tiene celos de alguno de nosotros, nos ha tirado la pelota. -Mentira ñdijo el teniente- lo que pasa es que estos jovencitos para divertirse tienen la costumbre de robar gallinas y no lo quieren reconocer. -¿Tienen pruebas, mi teniente? -Nadie quiere hablar, son una tira de pendejos. Pero el sargento asegura de muy buena fuente que han sido ellos. -Usted sabe que sin pruebas y siendo menores de edad, no los pueden detener por más de 24 horas y eso se llama abuso de autoridad, estimado teniente. -Mire, señor Rabanal, el sargento les va a hacer la vida imposible a estos muchachos, yo aconsejo que paguen lo del gallo y asunto arreglado. Creo que entre todos sale barato. -¿Y cuál es el precio, oiga usted? -El gallo en cuestión es muy fino, traído de uno de los más reputados galpones del norte, ganador de muchas peleas en los mejores coliseos del país. Si fuera un chusco de olla nadie se hubiera molestado. -¿Y en cuánto lo estima su propietario, mi teniente? -En 600 soles. Teniendo en cuanta que son seis los implicados, le toca 100 soles a cada uno. -A ver, hijos, ¿qué dicen?- nos preguntó mi tío. El que respondió por todos fue el “Dushca”: -Aceptamos, pero que de aquí no salga nada, pues aún cuando no es cierto, si se enteran mis hermanos, me deportan. Nos comprometimos a pagar en el plazo de una semana, firmamos el acuerdo y nos dejaron salir con la promesa de no registrar el incidente para no entorpecer nuestro futuro con antecedente tan funesto. Retorné a casa pasado el medio día, tratando de no hacer ruido, pero mi vieja, que tejía su sombrero en la puerta de su cuarto, se percató de inmediato de mi presencia. Sin quitar las manos del sombrero llamó en voz alta: -¡Margarita! -Digaste, señora. -Sírvele su almuerzo, dale bastante para que se llene, no vaya a ser que de hambre salga otra vez a robar gallinas. * A partir de entonces nada fue igual. La deshonra se había convertido en nuestra sombra, evitábamos encontrarnos entre nosotros y caminábamos por los alrededores para no encontrarnos con algún gracioso que hiciera escarnio de nuestra triste situación. Si íbamos por algún asunto al colegio de mujeres o a la Normal, las muchachas se burlaban -¿Qué hacen por acá? ¡Aquí no hay gallinas! Las represalias familiares no se hicieron esperar. Al flaco More su mamá lo deportó a Chachapoyas para que concluyera allí la secundaria, a mí me sentenciaron a ser policía en cuanto terminara la media, al Dushca lo enviaron a Chiclayo, de allí enrumbó a Estados Unidos y nunca regresó al pueblo. El Zotroco terminó en Piura como profesor de Educación Física y así por el estilo. * Al parecer, todos salimos perdiendo en el asunto, nosotros cien soles más la honra y el sargento Ceballos su gallo paladín, pero no contamos con la astucia de Rudecindo el dueño del billar. El “Rude”, experto como era, nos hizo el cambiazo, bien reza el dicho “A río revuelto, ganancia de pescadores”. Reemplazó al gallo fino con un viejo que tenía en su corral ñcon razón estaba durísimo el condenado- y una vez calmado el asunto lo vendió como padrillo a un aficionado de Leymebamba, quien le pagó mil quinientos soles por el cuerpo del delito y colorín, colorado, esta historia se ha terminado. |
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