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Detrás de la iglesia, el foso infame... - Foto Gissela G. Díaz Vera

El gran "hueco" de San Isidro

Ha llegado la hora de reaccionar, a Celendín lo están haciendo leña...

Los últimos treinta años han sido catastróficos para la fisonomía de nuestro pueblo, amenazado por el caos arquitectural y por la destrucción de su paisaje.

El tiempo ha pasado y la construcción con cemento y calamina prolifera en la ciudad, en detrimento del adobe y la teja, que dieron personalidad y encanto a Celendín (elementos que un pueblo similar en España hubiera conservado a toda costa). Pero la apoteosis de esta destrucción es, sin duda, el crimen que se ha cometido y se comete contra la colina de San Isidro, nuestro cerro tutelar.

San Isidro, ahora, no sólo ostenta un monumento absurdo, llamado "mirador", una mezcla del Cristo del Pan de Azúcar de Río de Janeiro y de torta de matrimonio, como ha dicho alguien (un artefacto que condena a muerte a la pequeña capilla tradicional), sino que, además, hoy exhibe dos cicatrices más.

Más que cicatrices, son heridas profundas, abiertas: la primera, una "carretera" hecha para subir al "mirador" (¡cuándo, antes, se necesitó auto para subir a la colina!), y, la segunda, el gran "hueco", la mina de arena clandestina que en los últimos treinta años ningún gobierno municipal ha sido capaz -¡todo lo contrario!- de cerrar, y menos de castigar a los delincuentes que la explotan.

La construcción de la carretera escondería, se dice, la intención de servir una eventual urbanización de la colina. Sobre este hipotético proyecto habría que detenerse un poco, porque incluso si no figurase en los planes oficiales, algo parece prepararse. En sus laderas puede verse ya el inicio de una construcción salvaje que, si se la deja prosperar, llevará a San Isidro, en un futuro cercano, a convertirse en una barriada que dará al traste con la principal característica urbana de Celendín, el pueblo de las calles rectas, rigurosamente medidas en cuadras de cien varas.

San Isidro es un bien de todos y es parte integrante del paisaje intangible de nuestro pueblo. Es, por lo tanto, parte de la heredad de nuestros padres y algo que debemos dejar, en buen estado, a nuestros hijos.

La incuria de nuestras autoridades edilicias, de las actuales y de las que las han anrecedido en el gobierno local, su debilidad sospechosa ante quienes les sugieren "miradores" absurdos y otros proyectos nada católicos, su capacidad para "hacerse de la vista gorda" ante los constructores irresponsables y los delincuentes explotadores de arena (que podrían ir un poco más lejos en búsqueda del material que necesitan), nos han llevado a la situación actual.

Y el resultado está allí: la apacible colina que vigilaba la vida serena de la vieja ciudad luce hoy un hórrido monumento huachafo en su cima y hondas y sangrantes heridas en sus faldas y en su base.

La destrucción de Celendín y su colina parece ser ya una fatalidad a corto plazo, a no ser que se produzca un milagro: que en un futuro cercano, muy cercano, surja un alcalde honesto y culto, amante de la vieja ciudad y de todos sus significados. Alguien responsable y valiente que diga, por fin, BASTA.


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